Casi no se la veía, minúscula mancha negra confundida con los colores glaucos del dibujo. Si hubiese habido un poco más de sombra, ahí, sobre el papel ilustración, o si hubiese sido un número de duelo nacional, yo no la habría visto. Unos segundos más tarde se habría volado, habría ido a posarse en el cable de la lámpara, fuera de alcance.
Pero era demasiado tarde. La había visto. Sin hacer ruido, fui a buscar un diario doblado y regresé, esperando que ya no estuviese allí. Pero ahí estaba.
La contemplé un instante, con el diario en la mano, sin moverme. Vi su cuerpo lleno de vida, alas finas y brillantes, la pelusa en su vientre. Miré su cabeza, también, la pequeña bola rojiza que no era otra cosa que un ojo. Sentí la inmensidad de la habitación vacía, a mi alrededor, la habitación de oscuros rincones, de muebles gigantes, de techo pálido, de ventanas grandes como el cielo. Ella vivía aquí conmigo, compartía este camarote en este instante, en esta noche. Había posado en ella sus patas microscópicas, había bebido las diminutas gotas de humedad, y había mojado su trompa delicada en las migas de mermelada caídas en el parqué. Un poco aquí y allá, había puesto sus huevos, en el polvo, contra la muerte.
Sobre la portada del diario, la mosca dio algunos pasos. Caminó hacia la izquierda, primero; después se detuvo y volvió a partir hacia la derecha.
La luz de la bombita eléctrica refulgía sobre sus alas, sobre la portada de papel abigarrado, y sobre el borde de la mesa, intensamente, suciamente.
El mundo era plano y silencioso, y la mosca estaba posada en ese sitio. Era como si hubiese estado allí desde hacía años, en esa habitación, delante de mí, en esa hora precisa y calma. Nunca nacida, de nunca acabar.
Luego sentí que alzaría vuelo. La amenaza y la ira se volvieron tan fuertes, tan espesas, de repente, en la habitación, que era imposible que ella no comprendiera.
Y era en mí donde todo se había endurecido tan abominablemente. Era en mi brazo, en mi mano derecha que alzaba lenta, lentamente el arma. Sobrevino entonces como un meteoro de vida y de drama, ahí, ante mis ojos, acantonado en la portada chillona del diario. Un punto negro y doloroso que me veía y me sentía inclinado hacia él. Yo era la montaña repentina, la montaña de carne bruta que ataca y mata.
Di un golpe seco. Luego tomé el diario en el que el grano negruzco con el vientre abierto daba vueltas remando con las patas y las alas desgarradas.
Lo arrojé por la ventana.
La idea de la felicidad es el tipo mismo del malentendido.
¿Por qué la felicidad? ¿Por qué sería preciso que fuésemos felices? ¿De qué se podría nutrir un sentimiento tan general, tan abstracto, y sin embargo tan ligado a la vida cotidiana? Cualquiera sea la idea que uno se haga de ella, la felicidad es simplemente un acuerdo entre el mundo y el hombre; es una encarnación. Una civilización que hace de la felicidad la principal de sus búsquedas está consagrada al fracaso y a las palabras bellas. No hay nada que justifique una felicidad ideal, así como no hay nada que justifique un amor perfecto, absoluto, o un sentimiento de fe total, o un estado de santidad perpetua. Lo absoluto no es realizable: esa mitología no resiste a la lucidez. La única verdad es estar vivo, la única felicidad es saber que uno está vivo.
El absurdo de las generalizaciones, de los mitos y de los sistemas, cualesquiera sean, es la ruptura que suponen con el mundo viviente. Como si ese mundo no fuese suficientemente vasto, suficientemente trágico o cómico, suficientemente insospechado para satisfacer las exigencias de las pasiones y de la inteligencia. Los pobres medios de comunicación del hombre, es preciso además que él los desnaturalice y que haga de ellos fuentes de mentira.
Al engañarse así, ¿a quién quieren engañar? ¿¡Para qué gloria, para qué manual de filosofía o qué diccionario elaboran sus bellas teorías, sus sistemas abstractos y pomposos, que nada encierran, en los que nada es preciso, pero donde todo flota, suprimido, decapitado, en el vacío absoluto de la inteligencia con, de tanto en tanto, las olas nebulosas del conocimiento, de la cultura y de la civilización!?
Hay que resistir para no ser arrastrado. Es tan fácil: uno se procura un maestro de pensar, elegido entre los más insólitos y los menos conocidos. Después uno levanta, uno reedifica el edificio que el cinismo había hecho desplomar, y se sirve de los mismos elementos. La historia del pensamiento humano es, en sus nueve décimas partes, la historia de un vano juego de cubos en el que las piezas no dejan de ir y venir, desgastadas, estropeadas, falseadas, ajustando mal. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cuántas vidas inútiles! Cuando, para cada hombre, tal vez la aventura ha de rehacerse enteramente.
Cuando cada minuto, cada segundo que pasa cambia tal vez por completo el rostro de la verdad. Nada, nada está jamás resuelto. En el movimiento vertiginoso del pensamiento, no hay final, no hay comienzo. No hay SOLUCIÓN, porque evidentemente no hay problema. Nada está planteado. El universo no tiene clave; ni razón. Las únicas posibilidades ofrecidas al conocimiento son las de los encadenamientos. Dan al hombre la posibilidad de percibir el universo, no de comprenderlo.
Pero el hombre no querrá aceptar nunca este papel de testigo. Jamás podrá resignarse a los límites. Así que continuará induciendo, para luchar contra la nada a la que cree hostil, contra la vida, contra la muerte de la que ha hecho una enemiga.
Para admitir los límites, le haría falta admitir, brutalmente, que no ha dejado de equivocarse durante siglos de civilización y de sistema, y que la muerte no es otra cosa que el final de su espectáculo. Tendrá que admitir también que la gratuidad es la única ley concebible, y que la acción de su conocimiento no es una libertad sino una participación condicionada.
No tendrá nunca la fuerza para renunciar al poder embriagador de la finalidad. Tal vez adivina confusamente que si renegara de esta energía directriz, mataría al mismo tiempo lo que es en él potencia de vuelo, progresión.
Porque después de todo es aquí donde ocurren las cosas. Si tuviera elección, si tuviera libertad, tendría también la descomposición; al dejar retornar al mundo el espesor opaco de la inmovilidad, de lo inmóvil, de lo inexpresable, se volvería sordo al entendimiento con el mundo. Su inverso está ahora en estado de hipnosis bajo su mirada; pero que baje los ojos un instante, y el caos volverá a caer sobre él y lo engullirá.
Que deje de ser el centro del mundo de los hombres, un día, y los objetos se engordan, las palabras se desmigajan, las mentiras ya no sostienen el edificio que se desploma.
Ilusionista. Ilusionista. Un día tal vez vacilarás entre la desdicha y la muerte. Y elegirás la muerte.
Y espectadores encadenados a sus asientos, que han visto el terrible film desarrollarse ante ellos, que lo han vivido también, cuando llega el momento en que se escribe la palabra "FIN", ¿por qué no quieren partir, simplemente, sin hacer historias? ¿Por qué permanecen enganchados a sus asientos, desesperadamente, esperando siempre que sobre la pantalla oscurecida vuelva a comenzar otro espectáculo, aun más bello, aun más terrible, y que, esta vez, no terminará jamás?
En nosotros, replegada, luego abierta, a la medida de nuestros cuerpos, sosteniendo cada uno de nuestro pensamientos, siempre despierta en cada fuerza, en cada deseo, como una corriente venida de lo más profundo del espacio desconocido cuyo punto de partida no cesa de huir, adelante, atrás, a nuestro lado, nuestra verdadera ruta, nuestra verdadera fe, la única forma de la esperanza presente en nosotros, con la vida, la desdicha.
Luchamos, nos arrancamos al lodo, nos herimos por algunos segundos infinitos de libertad. Pero está allí. Su abismo está en todas partes. Sus bocas son incontables, abiertas por todos lados, para englutirnos. Adelante, atrás, a la izquierda, a la derecha, arriba, abajo, el porvenir está petrificado.
Todas las rutas regresan. Todos los caminos conducen al antro que nunca está saciado. Mañana es el día. Ayer es el día. Lejos, largo tiempo, al revés, en el fondo están las ventosas del mal. La única paz está en el silencio y en la detención.
Pero es efímera; no se puede permanecer mucho tiempo inmóvil. Tarde o temprano, hay que dar un paso adelante, o un paso atrás, y el monstruo vacío que esperaba este instante no te deja escapar. Te atrapa, te hace conocer de nuevo el infierno del tiempo, del espacio, de las voluntades hostiles.
La alegría no es duradera; el amor no es duradero; la paz y la confianza en Dios no son duraderas; la única fuerza que dura es la de la desdicha y la duda.
La conciencia y la lucidez no son paisajes claros. Son extensiones siempre cambiantes, llenos del enfrentamiento de la luz y de la sombra, y todo lo que hay allí no existe de una sola manera, sino de cien, mil formas posibles. Nada de lo que es pensado, es decir nada de lo que se encuentra en los límites de los sentidos, escapa a la ley de la duda. Es como si, a partir de cierto nivel de desempeño físico, el espíritu tuviera entera libertad de acción, de enmarañamiento, de análisis, de asociación o de disociación. El tipo primero del pensamiento deductivo, ¿no es el de considerar los "contrarios"?
Prueba de lo blanco por lo negro, del pensamiento por el ser, de la luz por la noche, de la verdad por la mentira. La prueba suprema, a saber del objeto por el objeto, no existe; o al menos, es sentida como insuficiente por nuestro espíritu racionalista. Escapa al orden. Inquieta. Y los teólogos cristianos no encontraron mejor prueba de la existencia de Dios que el hábil (e inútil) "Y si no es Dios, ¿quién es?"
Es posible que el pensamiento no esté tan alejado de las formas más bajas de la vida. Su ley es tal vez la misma. La vida está en el combate, en el despilfarro de las fuerzas en vista de la suprema inutilidad. Esta grandiosa, esta heroica belleza de la acción vana, yo la percibo también en el espíritu del hombre. Me parece que va, así, de combate interior en combate interior, que no se eleva sino para mejor volver a caer, que se gasta, que se periclita y que muere según el mismo movimiento que su cuerpo. Para nada, siempre para nada. Pero esa nada del alma no es más despreciable que la de las células. De hecho, es la misma nada, la misma ausencia-presencia, el mismo círculo que lo ahoga y lo absuelve. Puesto que el espíritu del hombre no puede ir de infinito en infinito, como él lo sueña, va, absolutamente, sobre sí mismo, enrollándose alrededor del centro invisible hasta agotarse.
Y uno y otro están ligados. El espíritu y la vida son dos formas hermanas salidas del ser que responden a las mismas señales. Así la desdicha está anclada en lo más profundo de nosotros mismos, y la duda, y la errancia. Son las indicaciones continuas, imprecisas, de que estamos EN MARCHA, y de que sobrevivimos.
No hay paz. No puede haber paz, ni para nuestro cuerpo ni para nuestro pensamiento. Y lo sabemos secretamente, desde que se abre para nosotros el campo infinito de las imaginaciones, y desde que nos percatamos de que estamos empeñados en la lucha. Identidad perfecta de nosotros y de nosotros mismos. Identidad que nos sumerge en lo trágico, sin posibilidad de desactivar. Humillante y mágica identidad. Levantamos las murallas de nuestros sistemas, de nuestras bellas frases y de nuestros paraísos imaginarios; habitamos nuestras moradas de ilusión, buscamos el lugar que no se mueve, que no quiere nada, que no conoce el mal. Pero está ahí, lo sabemos: no escaparemos. Jamás seremos vencedores. No encontraremos asilo. No nos queda más que aprender, explorar, reconocer lentamente nuestro dominio del dolor.
Y por encima de todo, un día, tal vez, la inmovilización hecha posible. La tragedia revelada hasta el más mínimo detalle, la vida de un solo golpe presente ante nosotros como una obra.
Cada sombra fijada, cada luz brillando intensamente en su claridad inmutable.
Sí, un día, tal vez, aquello vendrá hacia nosotros, a causa de nosotros mismos, o a causa de otra cosa, y sabremos lo que es la entrada de la felicidad en la desdicha. El inmenso campo de las batallas y de los males será nuestro paisaje iluminado, nuestra fuerza. El caos se retirará repentinamente de todas las cosas, y veremos por fin que, desaparecido éste, todo habrá permanecido semejante.
Nada se ha movido. Los objetos, los duros objetos de los dramas, las aglomeraciones de las dudas y de los deseos insatisfechos, las imágenes trascendentes que no habían alcanzado nada seguro, todo ello habrá cedido el lugar a la paz, a la inmensa bondad.
La claridad estará presente sin interrupción, y las ideas ya no serán armas contra el mundo. Y estaremos allí, armoniosamente en la realidad, en el mismo plano que ella, comunicando, derramados, habitados. Sabremos todo, sin esperanza, sin desesperación, pero tranquilamente, tranquilamente.
La vida correrá sin dolor, sin ira, y con ella el espíritu permanecerá fijo en su espectáculo, nunca saciado, sin buscar jamás en otra parte lo que finalmente se ofrece allí ante él. Un panel de montaña calcárea, alzada, fulminante de blancura, y a tal punto yerta, estable, que todos los movimientos y todas las duraciones parecen haber entrado en su superficie abrupta. Éste es el espectáculo que nos espera tal vez uno de estos días. El admirable espectáculo de la materia reunida, que nos guía dulcemente hacia una suerte de sueño exacto. Ya no tendremos nada que esperar. Moraremos en el centro del jeroglífico, en el corazón mismo del enigma, y toda la pregunta se borrará de ella misma. En ese momento, la vanidad será una virtud.
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