Desde que mi memoria se puso en marcha hasta ahora que comienza a dar algunos tumbos saco a cuentas que me inclino más por los seres concretos que por las entidades abstractas. Prefiero una montaña a la idea de una montaña. Quizás esto se deba a que en la vida cotidiana uno puede salir herido si se tropieza con una piedra, en cambio no es común escuchar que una persona muera sepultada por un concepto o una metáfora. Sin embargo no hay que confiarse pues en verdad sucede lo contrario: detrás de tanta muerte de personas concretas, sea a causa de una revolución o de una guerra se encuentra siempre una mala teoría o, si se quiere, una teoría no comprendida o interpretada de mala manera. Quiero decir que en el curso o devenir de la historia las personas se han visto obligadas a subir por montañas que no existen o a pelear contra personas que no conocen y que acaso en otras circunstancias serían sus mejores amigos. A veces esto no es consecuencia nada más de una mala teoría sino de personas o instituciones que aprovechan estas teorías para obtener beneficios. Creo, como lo escribió Karl Popper, que todos los hombres son filósofos o creadores de teorías aunque unos lo sean más que otros. Con estas palabras intento decir que los hombres tienen derecho a imaginar teorías pero no a imponerlas sin la aceptación razonada de los demás.
En relación a que los malos conceptos o teorías propician estragos, en el arte sucede también una cosa parecida. Es suficiente que un artista lleve a cabo una propuesta novedosa para que de inmediato surjan en el escenario seguidores que a ciegas intentarán seguir el camino recién descubierto. El buen artista abre una ventana pero son varios los que se lanzan de cabeza por el boquete recién abierto. La caída desde esta ventana suele ser mortal por lo que nunca debe uno lanzarse de cabeza a ningún lado ni siquiera por mantener intactos sus ideales. A los conceptos como a las ventanas uno debe asomarse con cuidado y tirarse al vacío a través de ellos. No somos poseedores de verdades absolutas ni héroes que guiarán a nadie por el camino correcto. Lo más que una persona puede hacer es narrar su experiencia, obtener un par de conclusiones y esperar a que los demás encuentren en sus palabras cierta sabiduría para continuar en el camino. La estropeada imagen del héroe ha desmerecido aún más en estos días sobre todo porque se ha vuelto mediática. Si se desea comprobar esta sentencia sólo basta imaginarse a una sola persona ofreciendo la salvación de una comunidad entera.
Quiero pensar que cuando escuché por primera vez decir a alguien que las drogas son perniciosas tampoco tuve manera de oponerme a su sermón y es probable que haya dado como ciertas todas sus opiniones. Y es que si alguien está contra las drogas sin realizar matices o diferencias entre ellas lo que está haciendo es más bien manifestarse contra el demonio. Por supuesto habemos quienes no creemos en demonios ni en demás entelequias parecidas y nos gustaría ser un poco menos vagos en cuestiones que en la actualidad resultan ser tan importantes. Además y creo que estarán de acuerdo conmigo que los vicios y las pasiones cruzan las paredes a su antojo. Yo me preparo para sobrevivir a mis vicios pero sé que no existe muro capaz de contener su embestida. Para no dejarse amilanar ante concepciones o términos que lo abarcan todo es mejor separar las partes o ser más específicos.
Cuando escucho pronunciar la palabra droga siempre me entra una aversión por los conceptos abstractos o las definiciones ampulosas, esas que son capaces de hacer entrar en la misma definición cosas de naturaleza tan diferente. Si somos honestos y ampliamos el espectro de una definición podríamos llamar droga lo mismo a las piernas de una mujer que al cloroformo. En sentido similar se podría afirmar que los tiburones son de la misma clase que los charales sólo porque ambas especies viven dentro del agua. Los antibióticos que ahora requieren de receta para adquirirse no son la misma cosa que la heroína ni esta se puede comparar a la salvia. Detrás de una definición abarcadora e inmensa nos encontraremos comúnmente con problemas de realidad cotidiana. Me ha sorprendido la definición que para drogas ofrece el diccionario de la Real Academia Española. En este se dice que droga es "una sustancia mineral, vegetal o animal, que se emplea en la medicina, en la industria o en las bellas artes." No sé cómo los sabios que han escrito este libro llegaron a esa conclusión, pero me parece extraordinario o por lo menos elocuente que asocien la expresión de las drogas a las bellas artes. Ahora además de acudir a los ejemplos de escritores o artistas como Michaux, Burroughs o Thomas de Quincy para probar la buena relación entres las sustancias estimulantes y las artes podemos también acudir a una sencilla definición de diccionario.
Antonio Escohotado quien ha tenido la suerte de experimentar un sinnúmero de sustancias químicas antes de ponerse a razonar a propósito de las mismas ofrece una aproximación a lo que en occidente hemos tenido a bien denominar con la palabra drogas. Dice el español que droga seguimos entendiendo lo que hace milenios pensaban Hipócrates y Galeno, padres de la medicina científica: una sustancia que en vez de ser vencida por el cuerpo o asimilada como simple nutrición, es capaz de vencerle provocando —en dosis ridículamente pequeñas si se compara con las de otros alimentos—, grandes cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos." Yo creo que es una buena definición aunque está lejos de ser exhaustiva o única. Desde los médicos hasta los entrenadores de educación física, desde los religiosos hasta los peluqueros están dispuestos a establecer en estos temas un canon rector que sea respetado por todos. Esta sí que es una debilidad humana: imponer nuestras razones a los inocentes por más pusilánimes o pálidas que sean. Yo creo que tan correctas son unas definiciones como otras. He escuchado en alguna parte decir que drogas son las sustancias que hacen felices a unos mientras que a otros los vuelven desgraciados. Es cada vez más claro que cada sustancia debe tratarse y conocerse de manera distinta o diferenciada para no caer en el abuso retórico o dogmático tan propio de los inquisidores. El relativismo, siempre que sea llevado a cabo desde una perspectiva honrada e inteligente, suele ser un buen antídoto contra la obstinación o cerrazón de miras. Una prueba sin par de que las consecuencias de una sustancia consumida por distintas personas tiene como consecuencia conductas distintas es el vino. Beberse unos tragos volverá simpáticos a algunos mientras que a otros los tornará aborrecibles, unos se transformarán en místicos bondadosos como el personaje de La leyenda del santo bebedor, mientras que otros se convertirán en una pesadilla como buena parte de todos nosotros. No olvido las consecuencias físicas que acompañan al cultivo de los placeres y los vicios, hígados exhaustos, riñones mártires, vejigas infieles o memoria disminuida, pero ya cada uno sabrá qué clase de vida desea llevar e intentará construir una idea de la salud que le sea conveniente, lo importante es que el drogado no torture al resto de su comunidad pasándose por alto la cortesía civil, es decir las leyes. A propósito de esto reafirmo que mis personajes favoritos tanto en la novelas como en la vida real son los médicos borrachos pues se acercan mucho a mi idea de la divinidad.
Lo que nos queda después de discutir acerca de la legalidad y naturaleza de las drogas es sólo un montón de dudas además de costales de estadísticas sin raíces morales. En un mar de opiniones y posturas distintas no nos resta más que volver a insistir en la libertad. Concepto tan extraño e íntimo al mismo tiempo, pero que es el sustento de las sociedades que no desean ser gobernadas por tiranos ni sometidas por monopolios o pandillas de poderosos. Cuando la confusión o la batalla entre intereses persiste siempre es sano volver a los principios elementales de convivencia y comenzar de nuevo. Para ello se suele acudir a los griegos, a los empiristas ingleses, a la ilustración francesa, a los pragmáticos norteamericanos y principalmente a Kant quien consideraba la libertad como el principio esencial de todo pensamiento o convivencia política. Sin hombres capaces de determinar sus propias vidas no es posible imaginarse siquiera una moral social en la que los hombres responsables tengan acuerdos para preservar precisamente la libertad en que se encuentra basado su pacto de hombres libres. Si uno tiene que recordar en público nociones tan sencillas y tan viejas como ésta es que las cosas no están funcionando bien y que una vez más tenemos que recordar a los gobernantes que forman parte de la sociedad en la que viven y que ellos, primero que nadie, deben demostrar que merecen ser objeto de esa inclusión.
Las personas que son responsables de sí mismas tendrían que decidir acerca de lo que desean consumir, pensar, leer, siempre que no lastimen a los demás ni corrompan las leyes que en términos ideales son las que sostienen justo su libertad de decisión. Un humanista bastante intolerante llegó a decir hace casi tres siglos que a él no le importaba que los hombres fueran viciosos mientras fueran inteligentes pues a fin de cuentas las leyes resolverían todos los problemas. Esto último nunca ha sido cierto porque las leyes que hacen los hombres deben estar en continuo movimiento y en el momento mismo en que han sido promulgadas debe comenzar el proceso para echarlas abajo y encontrar normas aún mejores que deberán en el futuro caer también para dejar su lugar a otras de mejor presencia. En México esto se antoja una ilusión porque los legisladores invierten su tiempo en estrategias para obtener más poder o posiciones en vez de estar atentos a los asuntos públicos: la verdad es que el repudio que causan estos personajes es casi unánime. Si en vista de su naturaleza miope o dogmática las leyes actuales son en buena medida causantes de criminalidad, injusticias o restricciones a la libertad individual entonces tienen que ser modificadas. Si el consumo de ciertas sustancias o drogas es popular debe ser permitido, regulado y orientado en pos de un bien común. El estado en su acepción más humilde tiene obligación de brindar seguridad, equidad en la competencia y servicios de educación para que las personas piensen por sí mismas y no nada más para que se preparen para ser sujetos de una producción mecánica y deshumanizada. A fin de cuentas no nos importa, creo yo, cuales son las preocupaciones morales de los gobiernos, siempre y cuando nos defiendan de los criminales, procuren a través de la educación pública el fortalecimiento de una conciencia civil y defiendan a toda costa las libertades individuales
El problema que acarrea el consumo de drogas proviene sobre todo de la ausencia en el cumplimiento de las obligaciones mínimas del estado para dar lugar a una educación sólida en las nuevas generaciones. Sin conciencia del mal el pecado no existe, sin la conciencia de que no somos más importantes que los demás entonces nada camina. A fin de cuentas la democracia nos obliga a desaparecer ante los demás y a no molestarlos con nuestra presencia. Vacío, hartazgo de lo político, desconfianza, rapiña, resentimiento son la consecuencia de instituciones enfermas y mal formadas. Y cito de nuevo a Popper cuando se pregunta ¿cómo podemos organizar nuestras instituciones políticas de forma que los gobernantes malos o incompetentes nos causen sólo el mínimo daño? Porque el fundamento teórico de las democracias es que sus instituciones nos permitan liberarnos de los gobernantes malos, incompetentes o tiránicos sin una revuelta sangrienta.
En su libro Aprendiendo de las drogas, Antonio Escohotado cita al médico renacentista Paracelso cuando escribe: "sólo la dosis hace de algo un veneno." Y si menciono estas palabras es porque el "mal" siempre es relativo en cuanto depende de la circunstancia en la que actúa. Pero no intento hacer aquí una crítica a la concepción común que tenemos de las drogas, ni tampoco valerme de una razón histórica o científica para llevar a cabo esa crítica, pues ambos caminos (la tradición y el saber positivo) son sólo parte de un fenómeno mucho más complicado. En todo caso, me parece más urgente —como he dicho unas líneas atrás— defender los derechos individuales que necesitan las personas para hacer más fuertes las democracias liberales (dentro de un Estado sólido que procure al máximo estas libertades) y evitar que nos sea impuesta una imagen del mal en cuya concepción nosotros no podemos participar. Un ejemplo: si deseo beber cantidades extremas de café, no aceptaré una prohibición que no tome en cuenta mi opinión al respecto de si quiero o no envenenarme con dicha bebida. (Dice Escohotado que un litro de café concentrado equivale a consumir aproximadamente un gramo de cocaína, aunque como he dicho antes no quisiera por ahora hacer esta clase de analogías pues su sencilla manipulación vuelve el asunto aún más confuso)
Lo que no creo es que deje de haber consumidores de cocaína, marihuana y demás sustancias tóxicas o estimulantes en México. Y su presencia alienta a los proveedores quienes encuentran de este modo su oportunidad de participar en el mercado sin pagar impuestos y sin mostrar ningún respeto por las leyes de la comunidad. Y el cúmulo de crímenes, muertes absurdas, degradación, corrupción que provoca la prohibición irracional de estas drogas es tan considerable que quien solapa esa prohibición comienza a volverse cómplice y promotor de estos lamentables hechos. Creo que en el futuro se valorará o se juzgará duramente a quienes pudiendo buscar soluciones alternativas a una guerra sin sentido (quiero decir soluciones como legalizar, ordenar, regular la producción de sustancias que de todas maneras van a ser consumidas) han preferido mantener el estado de cosas a toda costa. No es justo acusar a una autoridad por intentar cumplir las leyes, pero sí culpar a los legisladores que no crean leyes acordes a la realidad de su tiempo.
Fortalecer las instituciones de prevención y salud, aumentar el peso de las libertades individuales, aumentar el nivel de la educación, regular la calidad de las sustancias que son normalmente prohibidas, poseer un buen sistema de justicia, cobrar impuestos a quienes se dediquen al mercado de drogas (como se hace con las empresas que venden alcohol y demás), evitar sus monopolios y sobre todo no construir —desde el miedo irracional, el desconocimiento y los prejuicios— un demonio o una idea del mal hegemónicos, son acciones más sensatas que poner a todo un ejército a combatir a un enemigo que nunca podrá vencer. Las razones de su lucha, me parece, son sinrazones. Hay que involucrar a la sociedad, más que a la policía y al ejército en la lucha contra el crimen. No hay a corto plazo ninguna solución más que la complicidad de los vecinos para erradicar a los delincuentes. Estamos en el mismo barco y es necesaria la creación de una metapolítica para salvaguardar la vida de los que vienen. Creo como Richard Rorty que la democracia es principalmente conversación y que el libre mercado sin regulaciones que impidan las injusticias es una actividad aberrante. Los vicios cruzan las paredes a su antojo y nada los podrá detener. ¿Por que no partir de una verdad tan sencilla y volver la despenalización de las drogas parte de una conversación entre iguales? Yo no veo otro camino, bueno digo yo.
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