Nunca pude evitar quererle desde que le conocí, a pesar de
sus intentos por parecer gruñón y por destronar a mis iconos literarios. Le
gustaba imitar a Truman Capote y lo hacía muy bien, como todas las cosas.
Adoraba a Paul Bowles, “a pesar de su mujer” y le gustaba recordar conmigo la
Biblioteca de la Academia Americana en Roma, donde tanto he escrito y donde a
él tanto le gustaba escribir.
A veces la gente me preguntaba si el era tan importante como
decían; para el mundo de la farándula era un personaje excéntrico más, uno al
que amaban. Ell no queria que la Villa Rondinaia se convirtiera en museo o
fundación porque prefería tener el dinero “para repartirlo entre sus amigos”.
Bebía mucho whisky y apenas comía, a veces parecía alimentarse de frases en
latín. Solo se enfadaba cuando Muzius o yo intentábamos consolarle de su
invalidez de hombre hermoso en silla de ruedas.
Como considero la bondad una forma de inteligencia, pienso
que la bondad de el era la lucidez de su vejez. Quería más a la princesa
Margaret , su tetera de porcelana china que a Lilibeth, su amiga, y quería a
los clásicos muertos más que a los genios vivos. Con su voz cavernosa de actor
que amaba representar a Shakespeare me dijo una vez en el hotel Rufolo: “Los
que quieren vivir para siempre merecerían ser convertidos en pirámides”. Los
únicos monumentos a los muertos que los dos aprobamos se escriben con palabras.
Los escritores queremos vivir para siempre o al menos escribir para siempre,
que es otra forma de respirar. Nadie sabe en qué momento se convierte en
escritor ni quién será el que pueda armarle caballero de esa orden misteriosa y
en los últimos tiempos marginal . Me convertí en novelista la noche en que el
me contó quién mató a Kennedy y cómo amaba a Tennessee Williams, pero no me
dijo cómo sobrevivir a un mundo en que los dardos de su inteligencia ya no se
clavan en el centro de las cosas. Lo único que podemos hacer por los muertos es
amarlos o leerlos, que es lo mismo.
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