A punto de colgarme de una viga del techo, me dispone a redactar unas líneas de despedida, tomo un lápiz y escribo la consabida frase de que no se culpe a nadie de mi muerte.
Hasta ahí va bien la cosa, pero decido añadir unas líneas para pedir disculpas a mis seres queridos y, en vez de redactar, me pongo a escribir.
Dos horas después me encuentro sentada a la mesa, la soga olvidada sobre una silla, tachando adjetivos y corrigiendo una y otra vez la misma frase para dar con el tono justo. Cuando termino me siento agotada, tengo hambre y lo que menos quiero es suicidarme.
El estilo te salva la vida, pero quizá fue por el estilo que quise acabar con ella; tal vez uno de los resortes de mi gesto fue la convicción de ser una escritora fantasma, fallido y tal vez lo sea, como lo son todos aquellos que pretenden escribir el justificante perfecto, que son los únicos que vale la pena leer.
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