La gente sube y baja, aparece y desaparece. No conozco a ninguno de los viajeros pero los conozco a todos al mismo tiempo. A los que van a trabajar semidormidos, a los que vuelven de trabajar totalmente dormidos, a los viejos y las viejas que ya no esperan nada, a los muchachos y muchachas que van a la escuela o a la universidad y lo esperan todo, a las secretarias que retocan su maquillaje y sueñan con Peña Nieto, al ciego que envuelto en una máscara de felicidad, quizá vinculada con el hecho de que no puede ver, canta las alabanzas al señor, a los dudosos sordomudos que te colocan sobre las piernas un chocolate manoseado, a los vendedores de música estridente y de infinitos objetos inútiles, a los grupos musicales andinos, que están en México como se los puede ver en Dubrovnik y en Mónaco y sobre los cuales, así como se hace con la propagación del sida y la venta de alcohol o tabaco a menores de edad, convendría incluir una adecuada y globalizada emancipación .
El tren se viene parando de cinco a diez minutos en cada estación. Estamos acostumbrados. Llegaremos tarde. Ni modo. Tres colegialas que parlotean y ríen sin descanso me distraen. Las considero con indulgencia. Más temprano que tarde la vida se encargará de sus risas.
Después de recibir el mensaje de un merolico místico, de ser zarandeado vigorosamente por una señora sobre cuyo hombro me dormí y deportivamente pateado por el niño que la acompaña, llegamos a Universidad en un viaje muy normal.
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